jueves, 4 de marzo de 2010

Jesucristo como expresión caritativa de Dios; José Camón Aznar.

[Fragmento de su libro "Dios en San Pablo".]

"Nuestra redención la procura la salvación ajena. Hay en esta caridad un anticipo del futuro inmortal. Porque la caridad incluye a su tema en nuestra personalidad. Al dar, queda incorporado a nuestro espíritu el objeto de la dación. Sólo se supera una cosa después de poseerla. Y la manera de hacer innocuo este mundo tan trágico consiste en convertirlo en criatura nuestra, al acercarnos a él con ánimo caritativo. La caridad es siempre mutua. En nuestra compasión sólo pueden participar aquellos seres capaces de padecer nuestras ansias. Se amplía así fabulosamente nuestra capacidad de magnificación, pues delante de nosotros - es decir, en el seno de Dios - no contamos más que con signos positivos que con sólo nuestro deseo acuden a insertarse en nuestra esencia. Y al ser nosotros objeto de la caridad de Dios, también Él participa de la nuestra.
Con el amor de caridad todo es trascendente. Todo sale de sí para volver con el botín del ser implorante. Allí hasta donde alcanza nuestro óbolo alcanza nuestra comprensión, es decir, nuestro mismo ser. "Llamaré al que no era mi pueblo pueblo mío. Y a lo no amado, amado.", dice Oseas en cita de San Pablo. Todo se unifica así en la posesión caritativa. No hay extrañezas que con intuición de caridad no podamos compartir. Y así resulta nuestra fraternidad hacia todas las cosas, porque al haberlas incorporado con amor de caridad, el espíritu ha franqueado las puertas abiertas por nuestras manos. "Vence al mal con el bien" (Epístola a los Rom., cap.12, vers. 21.) Ésta es la paz de los hombres de buena voluntad. Una activa emulación de caridades, una anelante pesquisa de miserias.

En esta tan desatada locura de caridades del cristiano paulino tendremos que apoyarnos en el mal como escala de perfección. Tendremos que rodearnos de insuficiencias ajenas que colmar para que así rebase nuestra copa. Este exceso de la caridad que requiere torpezas y miserias sobre las que derramarnos, lo carga el Apostol al mismo Dios. La creación queda así explicada, en función de la caridad, como un aliciente de compasión que sin ella le estaba vedado al Creador. Y surge el Génesis. Y con las criaturas, la posibilidad de llevar a su último extremo esta compasión: hasta el mismo martirio y muerte de Dios.
Así Dios se recibe a sí mismo desclavado de una cruz, descansando sobre sus propias rodillas maternas su cuerpo incierto y afrentado. Y, en su virtud de caridad, Dios ha permitido ser victimado en un trance que el entendimiento, exhausto de ardor de comprensión, no puede intuir: negándose a sí mismo. "Dios encerró en incredulidad a todas las cosas para tener misericordia de todos." (Epístola a los Rom., cap. 11, vers. 32.) Y así, hecho hombre, tanteando los muros de su propia obra, Dios se sugiere a sí mismo una compasión que llega a destruir la luz para perdonar y tener caridad de las tinieblas. Dios es víctima de su propia caridad, que lo levanta maltratado y en la forma del Hijo sobre todas las inmundicias de la Tierra.

Al provocar en nosotros actuaciones misericordiosas, la caridad nos asemeja a la única forma posible de actividad humana de Dios. Sus movimientos desarrollan criaturas, en las que se consume el amor a su Hijo. Al insertar en nuestro corazón a los patéticos seres que reclaman nuestra misericordia, hacemos gestos de Génesis. Nos encontramos entonces con una fraterna recepción en los cielos de Dios. Nuestra consciencia se ha manifestado propicia para rebajarse a la pequeñez de los caridados. Tanta será nuestra capacidad de Dios como sea nuestro fervor por disminuirnos en las miserias ajenas. Esta transmutación en tinieblas, esta anulación en la maldad capaz de redención, ¿será quizá esa "noche oscura del alma", esa angustia del perecimiento total que los místicos han sentido antes de ver de frente y enbriagada de amor la faz de Dios? La razón ha topado con el misterio del no ser. Podemos proyectar una divinidad de signo positivo, cuyos más incesantes nos desvanezcan en su desmesurada vastedad. Pero no podemos imaginar un Creador cuya tarea eterna como su esencia, sea el descenso hacia todo lo mínimo. La creación de criaturas lastimadas, cuya compasión lo inclinen hacia esas miserias. Y, sin embargo, así es. Y sólo después de esta caída, hecho un dolor con ellas, Dios se reconoce en su Hijo. Es disciplina de amor exhaustivo lo que Cristo enseña. No hay sendero de angustia que no lleve las huellas de sus pies.