domingo, 25 de noviembre de 2012

Sobre las guerras médicas. Heródoto, Libro VII. La areté.


Cuenta Heródoto en su libro VII un episodio en el enfrentamiento de los persas contra los griegos justo después de la batalla de las Termópilas.

Mardonio, hijo de Gobrías, uno de los generales en jefe del ejército persa del rey Jerjes había sido defensor de la idea de invadir la Hélade, frente a otro detractor de la empresa, Artábano, cuyo hijo Tritantecmes, a la sazón otro de los generales al frente del contingente persa, compartía la opinión de su padre que pensaba en lo innecesario de aquella empresa y en las grandes dificultades que entrañaba.

Artábano, al igual que su hijo, fue sabio consejero del rey Jerjes. Ya lo fue de su padre Darío quien inició el plan de invadir Grecia, plan que continuó su hijo Jerjes tras la muerte de aquél.

Después de la batalla de las Termópilas en la que el ejército griego combatió heroicamente, pero perdió con claridad, los persas siguieron camino hacia el Peloponeso cuando un grupo de arcadios se ofreció al rey persa para combatir a su lado, pues buscaban alguna remuneración. No obstante, la gran mayoría de los arcadios combatía contra el persa. 
El rey preguntó a los mercenarios qué hacían los griegos en referencia a los juegos olímpicos (*) que se desarrollaban por esas fechas. En respuesta, los arcadios hablaron de dichos juegos y Jerjes se intrigó por el premio que recibían los vencedores. Estos respondieron, ante la sorpresa del rey, que su premio era una corona del laurel tras lo cual Tritantecmes, delante del rey y de todos, no pudo guardar silencio dejando entrever cierto desasosiego por el enemigo al que se enfrentaban y agregó aludiendo a Mardonio:

"¡Ay Mardonio, contra qué clase de gente nos has traído a combatir! ¡No compiten por dinero, sino por amor propio (**)!"


(*) Los juegos consistían en una serie de pruebas atléticas de velocidad, de medio fondo y fondo, pruebas de pentatlon, de lucha, pugilato y pancracio y las carreras de carros que despertaban mayor interés. Había también las ceremonias y sacrificios de inauguración de los juegos. 

(**) Según Carlos Schrader, literalmente "por areté" La anécdota es típicamente griega, al exaltar la areté, frente al dinero, un tema típico de la cultura aristocrática arcaica

viernes, 15 de junio de 2012

Ortega y Gasset; Para los niños españoles



[Ochenta y cuatro años después cobra nueva vigencia.]

Texto escrito por el autor para su inclusión en el volumen Nuestra raza, libro 
de lectura manuscrita escolar.
Editorial Hispano-Americana. Reus, 1928.

El porvenir de España depende enteramente de vosotros los niños españoles. Y dentro de vosotros, niños españoles, depende enteramente de que aprendáis o no aprendáis una cosa. ¿Sabéis cuál? Esto que habéis de aprender y cultivar en vosotros exquisitamente, niños españoles, es lo que en mayor grado faltaba a nuestros padres y nuestros abuelos. ¿Sabéis qué es? ¡Ah!, una cosa que parece muy sencilla. Esta: distinguir entre personas.

No ignoráis que con el ejercicio y el adiestramiento consigue el hombre perfeccionar incalculablemente su capacidad de distinguir. El pintor llega a notar la diferencia entre colores que a los demás parecen iguales. El músico distingue las más leves divergencias entre los sonidos. Para el que es catador de vinos, como lo fue el padre de Sancho Panza, no hay dos vinos iguales. La palabra "sabio" significó en un principio el que distingue de sabores.
Pues bien, la vida de una sociedad y más aún la de un pueblo depende de que sus individuos sepan bien distinguir entre los hombres y no confundan jamás al tonto con el inteligente, al bueno con el malo.
Mirad: a la hora en que escribo esto para vosotros hay en España, desgraciadamente, muy pocos hombres inteligentes y de corazón delicado. Solo esos hombres puros, espirituales, profundos y nobles podrían mejorar a la patria. Pero no logran que se les atienda.
Porque los españoles que ahora forman nuestra sociedad no saben distinguir entre hombres y, acaso de buena fe, creen que son inteligentes los que son más necios, que son buenos los que son más farsantes. Ya sabéis que hay enfermos de la visión los cuales ven grises los objetos azules. Una cosa parecida nos acontece hoy a los españoles: padecemos una perversión del juicio sobre personas. Se juzga inteligentes a esos vanos charladores que llaman "políticos". Se cree que es buen poeta, buen novelista, buen profesor el que más lugares comunes dice, el que mejor halaga al público repitiendo las tonterías que este pensaba veinte años hace.
Y en tanto los mejores, los que verdaderamente valen son poco conocidos, nadie les hace caso o, tal vez, se les combate en todas formas.
¿Veis cuán importante sería que vosotros llegáseis a la madurez con una exquisita sensibilidad para distinguir entre el valer verdadero y el falso?
A este fin yo os recomendaría, entre otras, cuatro reglas o criterios:

No hagáis nunca caso de lo que la gente opina. La gente es toda una muchedumbre que os rodea -en vuestra casa, en la escuela, en la Universidad, en la tertulia de amigos, en el Parlamento, en el circulo, en los periódicos. 
Fijaos y advertiréis que esa gente no sabe nunca por qué dice lo que dice, no prueba sus opiniones, juzga por pasión, no por razón.

Consecuencia de la anterior. No os dejéis jamás contagiar por la opinión ajena. Procurad convenceros, huid de contagios. El alma que piensa, siente y quiere por contagio es un alma vil, sin vigor propio.

Decir de un hombre que tiene verdadero valor moral o intelectual es una misma cosa con decir que en su modo de sentir o de pensar se ha elevado sobre el sentir y el pensar vulgares. Por esto es más difícil de comprender y, además, lo que dice y hace choca con lo habitual. De antemano, pues, sabemos que lo más valioso tendrá que parecernos, al primer momento, extraño, difícil, insólito y hasta enojoso.

En toda lucha de ideas o de sentimientos, cuando veáis que de una parte combaten muchos y de otra pocos, sospechad que la razón está en estos últimos. 
Noblemente prestad vuestro auxilio a los que son menos contra los que son más.