lunes, 23 de junio de 2008

El profesor; (María de Maeztu)

José Ortega y Gasset

"El profesor: La primera clase. Octubre 1909. – Ortega había sido nombrado profesor de filosofía en la Escuela de Estudios Superiores de Magisterio, que acababa de crearse en Madrid. Era una escuela para el profesorado normal, del tipo de la Fontenay-aux-Roses; un centro de cultura superior donde iban a formarse los profesores que a su vez formarían a los maestros de España. Desde su cátedra podría influir sobre la enseñanza de su país. Tenía el joven profesor veintiséis años e iba a ser desde ese instante el maestro de las nuevas generaciones.
Entra precedido de un gran prestigio. Para obtenerlo le han bastado unos cuantos artículos, en forma de ensayos, publicados en El Imparcial, que era el primer diario de España, fundado por su abuelo don Eduardo Gasset y Artime, y dirigido por su padre, don José Ortega Munilla. La escuela se había instalado provisionalmente en un pequeño edificio de la calle Montalbán, número 20, no lejos del Museo del Prado. Son las nueve de la mañana; el aula, con una ventana que mira a los jardines del Retiro, está ocupada por cuarenta estudiantes, hombres y mujeres que han ingresado, mediante concurso, por orden de mérito, y se disponen a escuchar la palabra del profesor. Estos alumnos son maestros que han venido de todas las provincias de España para cursar los estudios correspondientes al doctorado de Pedagogía.
Entra Ortega en la clase con una carpeta de cuero en la mano. De ella saca un libro pequeño: es un diálogo de Platón – el Teteeo -; antes de comenzar la lectura expone a los alumnos, en una breve introducción, lo que va a ser su curso de filosofía. Filosofía, dice, es la ciencia general del amor: dentro del globo intelectual representa el mayor ímpetu hacia una omnímoda conexión. En ella se hace patente un matiz de diferencia entre el comprender y el mero saber. La filosofía es lo contrario de la noticia, de la erudición. La erudición es la unidad de los hechos, no en sí mismos, sino en la cabeza de un sujeto – no es investigación de la unidad oculta de los fenómenos -. Sería la ambición postrera de la filosofía llegar a una sola proposición en que se dijera toda la verdad - la filosofía es una aspiración, un afán -. Es una súbita descarga de intelección.
La palabra del maestro, clara, precisa, elegante, produce una extraña emoción. Los alumnos intentan tomar notas en sus cuadernos, más, al punto, quedan absortos, detenida la pluma en el papel ante la maravilla de aquella exposición filosófica, vestida con una gran riqueza de imágenes y metáforas. Parece que asistimos, no a la explicación de una clase magistral, sino a la peripecia de una teoría dramática cuyo protagonista es la propia vida del filósofo. Ortega ha estudiado en Alemania con el profesor Cohen la filosofía de Kant y va a ser el introductor del neokantismo en nuestras aulas universitarias. Sin embargo, Ortega se separa desde el primer instante del método seguido por aquellos grandes maestros cuyas lecciones escucharemos más tarde en la Universidad de Marburgo. Bajo la apariencia de una objetividad fría, serena, incorruptible, “mas allá del bien y el mal”, brota del subsuelo, como de un hontanar, una emoción cálida, una pasión contenida. Honestamente pretende huir, alejarse de todo pathos; pero Ortega es un hombre del Sur, y el fuego que enciende su espíritu está ahí y traiciona sus mejores propósitos. La doctrina filosófica, seca como polvo, adquiere un nuevo vigor, una fuerza viva, actual. No es la suya una filosofía deshumanizada. La razón pura perderá pronto en él su pureza para convertirse en razón vital.
Al año siguiente, 1910, Ortega hace oposiciones a la cátedra de Metafísica que ha quedado vacante en la universidad central de Madrid a la muerte de Salmerón. Las Pruebas que se exigen en aquellos días para obtener una cátedra universitaria constan de varios ejercicios, entre los cuales uno de ellos consiste en explicar una lección ante el tribunal. Sus alumnos vamos a presenciar el espectáculo. Ortega comienza aquel juego de acrobacia en un torneo de oratoria que alcanza la máxima perfección. Es una oratoria breve, precisa, ajustada a la imagen, al símbolo poético. El contenido filosófico, rigurosamente ceñido al pensamiento, aparece como algo nuevo, distinto. Los jueces del tribunal, hombres viejos, le escuchan con el mismo deleite que los muchachos, sus discípulos. La lección, el ejercicio – nuevo ejercicio espiritual -, dura una hora. Ortega, al terminar, no muestra la menor fatiga; ha ganado su primera batalla como si no hubiese entrado en el ruedo. Elegido a los pocos días entre los concursantes, debuta como catedrático en la Universidad central de Madrid: tiene veintisiete años.
Esta fecha señala el término de lo que él llama la primera época de sus mocedades. Hacia los treinta años, en medio de los juegos juveniles que perduran, aparece la primera línea de nieve y congelación sobre las cimas de nuestra alma. Llegan a nuestra experiencia las primeras noticias del frío moral. Un frío que no viene de fuera, sino que nace de lo mas íntimo, y desde allí envía al resto del espíritu un efecto extraño, que mas que nada se parece a la impresión producida por una mirada quieta y fija sobre nosotros; nuestro espíritu se recoge sobre sí mismo y con la frialdad de un contable se pone a hacer el balance de la vida. Mi juventud se ha quemado entera, como la retama mosaica, al borde del camino que España lleva por la Historia. Esos mis diez años jóvenes son místicos trojes henchidos de angustias y esperanzas españolas. He tomado la mano de mi mocedad como la de un amigo fiel. He mirado al fondo de sus ojos y he visto que no se turbaban. He empujado su espalda hacia el pretérito y he dicho: “Adiós, puedes irte tranquila.” El premio único, el premio suficiente, el premio máximo a que cabe aspirar es este: “Poder irse tranquilo.”
La última clase 1935. – Pasan los años, y en Noviembre de 1935 celebra Ortega sus bodas de plata con la Universidad. Para conmemorar esa fecha, los profesores que nos contamos entre sus discípulos: Morente, Zubiri, Zaragüeta y yo, nos proponemos editar un libro escrito en colaboración. En tanto que el libro se redacta y se publica, todos los alumnos, los viejos y los jóvenes, acuerdan ofrecerle en ese día el clásico cuaderno de pergamino, encuadernado en piel, con firma de todos los estudiantes que han pasado por su clase. Y se le entregará en esa fecha conmemorativa.
Son las seis de la tarde de un día frío y lluvioso de otoño. El acceso a la Ciudad Universitaria, no urbanizada todavía, es difícil. Pero todos los alumnos acuden a firmar, a rendir al maestro este pequeño homenaje de admiración al hombre, de agradecimiento al profesor. Ortega entra, como el primer día en su primera clase, con su carpeta de cuartillas bajo el brazo y sube a la plataforma. No hay discursos, no hay alusión al acto. Es una lección como la de casi todos los días. El maestro no parece enterarse de que estamos allí para tributarle un homenaje. Su preocupación está puesta en la tarea, en la labor: en que la obra humilde, tan humilde como difícil, que consiste en transmitir la idea al cerebro del alumno, resulte, precisamente en ese día de las bodas de plata, lo mas perfecta posible.
Parece que fue ayer…Más que los años, el pensamiento filosófico, la tarea meditadora, han ido labrando su rostro y han tallado su cabeza con fuertes y acusados planos. No es la cabeza de un escritor ni la de un artista: es la cabeza de un filósofo. Se hace el silencio; la lección comienza. Entre los asistentes me parece que soy yo la única que escuchó su primera clase en la calle Montalbán, número 20, en octubre de 1909. Ha variado el tema. Entonces la explicación consistía en comentarios a los diálogos de Platón y a la Crítica de la razón pura de Kant; hoy es la versión de su propia, original filosofía: la razón vital. Pero el método, ese método que consiste en actualizar el pensamiento, en hacerlo vivo, es el mismo. La misma belleza en la palabra; idéntica claridad y precisión en el pensamiento; la misma manera de intuir la imagen, de concebir la idea y cubrirla y descubrirla con la metáfora; la misma perfección, en suma. Después de veinticinco años no puede decirse que esta clase es mejor que la primera, porque aquella fue insuperable. Y este es uno de los caracteres esenciales de su talento. Ortega ha sido siempre idéntico a sí mismo. Desde el primer artículo, desde la primera conferencia, desde la primera lección se reveló como el primer pensador entre sus contemporáneos, como el artista genial que, al construir una frase, la articula dentro de la arquitectura total del párrafo. Todas sus páginas pueden servir para una antología: de ahí la dificultad de seleccionarlas. No tuvo aprendizaje. No tuvo que recorrer el camino doloroso que todos recorremos en nuestra formación. Fue, desde el primer día, el maestro. Tuvo, desde la primera hora, la admiración de todos los españoles que han leído sus libros o han escuchado su palabra. Él se ha quejado, a veces, de la incomprensión en que viven en España las “minorías selectas”. Queja injusta. Él ha pertenecido y pertenece por derecho propio a esas minorías, y el pueblo español no le ha regateado, ciertamente, ni la estima al escritor ni el aplauso al artista. "

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