domingo, 30 de noviembre de 2008
Corolario; (Ortega y Gasset)
Sobre la elegancia; (Ortega y Gasset)
No hay orden de la existencia, mayúsculo o minúsculo, que no nos fuerce a optar entre hacer las cosas de un modo mejor o de un modo peor. Y es ya pésimo síntoma creer que el drama de la elección se da sólo en los grandes conflictos de nuestra vida, en las situaciones que tienen trascendencia histórica. No: una palabra se puede pronunciar mejor o peor y tal gesto de nuestra mano puede ser más grácil o más tosco. Entre las muchas cosas que en cada caso se pueden hacer hay siempre una que es la que hay que hacer.
Pero la división más radical que cabe establecer entre los hombres estriba en notar que la mayor parte de ellos es ciega para percibir esa diferencia de rango y calidad entre las acciones posibles. Sencillamente no la ven. No entienden de conductas como no entienden de cuadros. Por eso tienen tan poca gracia y es tan triste, tan desértico el trato con ellos. Esa ceguera moral de la mayoría es el lastre máximo que arrastra en su ruta la humanidad y hace que los molinos de la historia vayan moliendo con tanta lentitud. Son muy pocos, en efecto, los hombres capaces de elegir su propio comportamiento y de discernir el acierto o la torpeza en el prójimo.
En el latín más antiguo, el acto de elegir se decía elegancia como de instar se dice instancia. Recuérdese que el latino no pronunciaría elegir sino eleguir. Por lo demás, la forma más antigua no fue eligo sino elego, que dejó el participio presente elegans. Entiéndase el vocablo en todo su activo vigor verbal; el elegante es el «eligente», una de cuyas especies se nos manifiesta en el «inteligente». Conviene retrotraer aquella palabra a su sentido prócer que es el originario. Entonces tendremos que no siendo la famosa Ética sino el arte de elegir bien nuestras acciones eso, precisamente eso, es la Elegancia. Ética y Elegancia son sinónimos. Esto nos permite intentar un remozamiento de la Ética que a fuerza de querer hacerse mistagógica y grandilocuente para hinchar su prestigio ha conseguido sólo perderlo del todo. Como esto se veía venir, combato hace un cuarto de siglo bien corrido para que no se trate la Ética en tono patético. La patética ha asfixiado la Ética entregándola a los demagogos, que han sido los destructores de todas las civilizaciones y los grandes fabricantes de barbarie. Por eso he creído siempre que en vez de tomar a la Ética por el lado solemne, con Platón, con el estoicismo, con Kant, convenía entrarle por su lado frívolo que es el más profundo, con Aristóteles, con Shaftesbury, con Herbart. Dejemos, pues, un rato reposar la Ética y, en su lugar, evitando desde el umbral la solemnidad, elaboremos una nueva disciplina con el título: Elegancia de la conducta, o arte de preferir lo preferible. El vocablo «elegancia» tiene además la ventaja complementaria de irritar a ciertas gentes, casualmente las mismas que, ya por muchas otras razones previas, uno no estimaba."
domingo, 16 de noviembre de 2008
En honor de Gaspar Pérez de Villagrán, el soldado poeta
El soldado poeta
"Pero retrocedamos un poco. El joven oficial que dio aquel soberbio salto sobre el tajo de Acoma, que repuso la toza para hacer puente y salvó de este modo la vida a sus camaradas, e indirectamente a todos los españoles de Nuevo Méjico, fue el capitán Gaspar Pérez de Villagrán. Era muy culto, había obtenido el grado de bachiller en una Universidad española, era joven, ambicioso, valiente y un verdadero atleta. Fue un héroe entre los héroes del Nuevo Mundo, y un cronista al que mucho debe la historia. Los seis ejemplares existentes del pequeño y grueso volumen en pergamino que contiene su histórico poema de treinta y cuatro heroicos cantos, valen cada uno de ellos muchas veces su peso en oro. ¡Lástima grande que no haya habido un Villagrán para cada una de las campañas de los exploradores de América, que nos diese más detalles de aquellos sobrehumanos peligros y sufrimientos, pues la mayoría de cronistas de la época tratan de esos episodios tan brevemente como describiríamos un paseo de Nueva York a Brooklyn!
Emprendiendo de nuevo la marcha a pie, pronto perdió Villagrán el camino en aquel desierto sin huellas ni veredas. Durante cuatro días y cuatro noches anduvo errante, sin un bocado que comer y sin una gota de agua, pues ya se había derretido la nieve. Muchos hombres han hecho más largos ayunos entre iguales sufrimientos; pero solo los que han experimentado sed en tierras áridas, pueden tener una remota idea de lo que significa vivir noventa y seis días sin agua. Dos días de aquella sed suele ser fatal a muchos hombre fuertes, y es poco menos que milagroso que Villagrán pudiese resistirla cuatro días. Por fin, casi muriendo de sed, con la lengua seca e hinchada, y dura y áspera como una lima, saliéndole fuera de los dientes, se vio en la triste necesidad de matar a su fiel perro, lo cual hizo con lágrimas de varonil remordimiento. Llamando al pobre animal hacia sí, lo despachó con su espada y ansiosamente apuró la sangre caliente. Esto le dio fuerzas para arrastrarse un poco más, y cuando ya iba a dejarse caer en la arena para morir, divisó un pequeño hoyo en una gran roca, a poca distancia. Arrancándose débilmente hasta llegar allí, descubrió con júbilo que había quedado en la cavidad un poco de agua de nieve. Esparcidos alrededor había unos cuantos granos de maíz, que le parecieron llovidos del cielo, y los devoró famélicamente.
Mientras estaba allí tendido, sin ánimo y sin fuerzas, oyó súbitamente voces que se acercaban. Supuso que los indios habían rastreado su pista, y se dio, por perdido, porque se sentía demasiado débil para luchar. Pero al fin llegaron a su oído acentos españoles, y aun cuando eran voces ásperas y broncas de soldados, con toda seguridad debieron parecerle los sonidos más dulces del mundo. Sucedió que la noche anterior, algunos de los caballos del campamento de Oñate se habían extraviado, y un pelotón de soldados salió en busca de ellos. Siguiendo sus huellas, llegaron cerca del sitio donde el capitán Villagrán se hallaba tendido. Por fortuna le vieron, pues el no podía ni gritar ni correr tras ellos. Con sumo cuidado levantaron al oficial herido y lo llevaron al campamento, y allí, con los solícitos cuidados de hombres barbudos, recuperó lentamente sus fuerzas y con el tiempo volvió a ser el osado atleta de otros tiempos. Acompañó a Oñate en su larga marcha por el desierto, y pocos meses después estuvo presente en el asalto de Acoma y realizó la pasmosa proeza que se cita como una de las heroicidades más notables de la historia del Nuevo Mundo."
Los exploradores españoles del siglo XVI - II
El asalto a la empinada ciudad
"Al romper el alba del día veintidós de enero, Zaldívar dio la señal para el ataque, y el cuerpo principal de la fuerza española empezó a disparar sus pocos arcabuces y a intentar un asalto desesperado por el extremo norte de la gran roca, que era por allí absolutamente inexpugnable. Los indios, apiñados en el borde de los farallones, despedían una lluvia de proyectiles, y muchos de los españoles fueron heridos. Entre tanto, doce hombres escogidos, que durante la noche se habían ocultado debajo de la parte saliente del risco, el cual les protegía contra el fuego y la observación de los indios, trepaban cautelosamente por debajo y alrededor del precipicio, arrastrando con cuerdas el pedrero. Algunos de aquellos doce hombres eran arcabuceros y, además del peso del ridículo cañón, llevaban sus pesados arcabuces y su tosca armadura, que no les ayudarían ciertamente a escalar alturas, cuyo ascenso sería difícil hasta para un atleta libre de trabas. Continuando su trabajosa tarea sin ser vistos, tirando uno de otro, y después del pedrero peñas arriba, llegaron por fin a la cumbre de un alto farallón, separado del gran risco de Acoma por un angosto pero terrible tajo. Al atardecer tenían ya el cañón apuntando hacia la ciudad, y el retumbante disparo, cuando la bala de piedra fue lanzada sobre Acoma, fue la señal, para la tropa que estaba al extremo norte de la meseta, de que se había tomado la primera posición estratégica, a la vez que advirtió a los indios del peligro que les amenazaba por otro lado.
La madrugada del veintitrés, un piquete de hombres escogidos, a una señal, salieron corriendo de sus escondites con una toza cargada en hombros, y con una acertada maniobra la colocaron al otro extremo sobre el lado opuesto, por encima del abismo. Salieron corriendo los españoles y empezaron a desfilar, guardando el equilibrio por aquel vertiginoso “puente”, recibiendo una descarga de piedras y saetas. Habían cruzado ya varios, cuando uno de ellos, en su excitación, cogió la cuerda que estaba amarrada a la toza y arrastró ésta detrás de él.
En el momento en que se rindieron, se olvidó su rebeldía y se perdonó su traición. Ya no hubo necesidad de más castigo. Los cabecillas que causaron la muerte del hermano de Zaldívar habían muerto, como también casi todos sus aliados navajos. Fue aquella la lucha más sangrienta que se ha conocido en Nuevo Méjico. En aquellos tres días de combate tuvieron los indios quinientos muertos y muchos heridos, y de los españoles supervivientes no hubo uno que no quedase para toda la vida con horrendas cicatrices como recuerdo de Acoma. Quedó la ciudad tan destrozada que tuvo que construirse de nuevo, y el infinito trabajo con que los pacientes indios habían subido a lo alto del risco sobre sus espaldas todas las piedras y la madera y la arcilla necesarias para construir una ciudad de casas de varios pisos, para cerca de mil almas, tenía que repetirse. También sus cosechas y todas las provisiones que tenían almacenadas, en obscuros aposentos de aquellas casas con terrados, habían quedado destruidas y era necesario reponerlas. En verdad que “los de arriba” habían enviado un terrible castigo a aquel pueblo por su traición a Juan de Zaldívar.
Cuando sus hombres se hubieron recuperado lo bastante de sus heridas, Vicente de Zaldívar, héroe del asalto más prodigioso que refiere la historia, regresó victoriosamente a San Gabriel de los Españoles, llevando consigo ochenta muchachas de Acoma, que envió a las monjas de Méjico para que las educasen. ¡Qué gritería debió de armarse en las murallas de la pequeña colonia cuando sus ansiosos atalayas vieron por fin su pequeño ejército de guerreros, pálidos y cubiertos de andrajos, regresar lentamente a sus hogares, caminando sobre la nieve y montados en flacos jamelgos!
Los exploradores españoles del siglo XVI - I
La guerra de la roca
No hay memoria de otro salto tan terrible como el que dieron Tabaro y sus cuatro compañeros. Aún suponiendo que hubiesen tenido la suerte de llegar hasta el borde más bajo de aquel risco, la altura no pudo ser de menos de ¡ciento cincuenta pies ingleses! y, sin embargo, solo uno de los cinco se mató en tan inconcebible caída: los cuatro restantes, atendidos por sus aterrorizados compañeros del campamento, finalmente se repusieron.
Afortunadamente los indios victoriosos no atacaron el pequeño campamento. Los supervivientes tenían aún sus caballos, animales desconocidos de los indígenas a quien infundían pavor. Durante algunos días los catorce soldados y sus cuatro semimuertos compañeros, acamparon bajo el saliente costado del risco, donde estaban a salvo de toda clase de proyectiles que pudiesen arrojarles desde arriba, pero esperando a cada momento ser atacados por los naturales. Tenían la seguridad de que la matanza de sus camaradas no era más que el preludio de un levantamiento general de los veinticinco o treintamil indios Pueblos, y sin reparar en el peligro que corrían, decidieron por fin dividirse en pequeños grupos y separarse; unos para seguir a su jefe en su jornada hasta Moqui y avisarle del peligro que le amenazaba; y otros para cruzar a toda prisa centenares de áridas millas hasta llegar a San Gabriel y defender a las mujeres y a los niños que allí había y a los misioneros que se habían esparcido entre los indios.
Silenciosa y denodadamente la pequeña fuerza emprendió la árdua jornada. Todos conocían la inexpugnable roca, y pocos acariciaban la esperanza de volver de aquella misión desesperada; pero a nadie se le ocurrió la idea de retroceder. La tarde del onceno día, la fatigada tropa pasó la última meseta y llegó a la vista de Acoma. Los indios, avisados por sus centinelas, estaban prontos a recibirla. Toda la población, con los aliados navajos, hallábase en armas en las azoteas y en los riscos estratégicos. Indígenas desnudos, pintados de negro, santaban de grieta en grieta, aullando, desafiando y vomitando insultos contra los españoles. Los exorcistas grotescamente disfrazados, estaban en pináculos prominentes, tocando sus tambores y lanzando maldiciones y exorcismos a los vientos, y todo el populacho se unía al coro de rugidos y amenazas.
Los exploradores españoles del siglo XVI - El más intrépido caminante
El más intrépido caminante
"El estudiante más familiarizado con la historia, se queda atónito a cada paso ante el relato de las jornadas de los exploradores españoles. Aun cuando no hubiesen hecho otra cosa en el Nuevo Mundo, sus largas marchas por sí solas serían suficientes para darles fama. En ninguna otra parte se ha sabido jamás de tantos y tan largos viajes por semejantes desiertos. Para comprender esas jornadas de millares de millas, que hacían aquellos héroes, ya solos o en pequeñas partidas, tiene uno que conocer el país que atravesaron y saber algo de los tiempos en que esos hechos se llevaron acabo.
Al principio rehusaron; pero el misionero insistió, y como nada podían contra los indígenas, por fin obedecieron y apelaron a la fuga. Esto, a primera vista, no parece muy heróico; pero les disculpa la consideración de lo que eran aquellos tiempos. No tan solo era gente humilde, acostumbrada a obedecer a los buenos padres, sino que había otro y más poderoso motivo para que procediesen como lo hicieron. En aquellos días de fervorosa fe, se consideraba el martirio no solamente como un heroísmo, sino como una profecía: creíase que indicaba nuevos triunfos para el cristianismo, y era un deber llevar la noticia y propagarla por el mundo. Si ellos se hubiesen quedado y hubiesen perecido con el padre – y a buen seguro que sus fieles secuaces no lo temían físicamente, - la lección y la gloria de su martirio se hubiesen perdido para la humanidad.
En honor y homenaje de Mr Charles Fletcher Lummis
Nota biográfica acerca del autor
[Esta nota biográfica fue escrita por el traductor, Arturo Cuyás, en 1916. El autor Ch. F.
Lummis, falleció en Los Ángeles el 25 de Noviembre de 1928]
Antes de empezar la lectura de un libro, procura
Saber algo tocante a la personalidad del autor.
DAVID PRYDE
"Este libro es una gallarda reivindicación de España y de sus métodos de colonización en el Nuevo Mundo.
Avalora y encarece esta reivindicación el ser obra espontánea, desinteresada, y por ende imparcial, de un ilustrado escritor norteamericano, y fruto de sus estudios, investigaciones y concienzudos juicios. Basta leer el prefacio de su libro, para poder apreciar el móvil que le impulsó a escribirlo y la sinceridad y entusiasmo que puso en su labor.
Será una obra monumental, cuya publicación se propone costear y dirigir, con ayuda de varios competentes redactores.
Mucho deberá América a ese infatigable y filantrópico historiógrafo; pero no menos le debe España por la noble defensa y la justa y entusiástica loa que ha hecho de los héroes españoles que descubrieron y exploraron aquel mundo. Reconociendo esta deuda, el Gobierno español ha tenido a bien manifestar su alto aprecio de la labor de Mr Lummis, agradeciéndole con la encomienda de Isabel la Católica."
Arturo Cuyás
miércoles, 5 de noviembre de 2008
Camino de Santiago en bicicleta; Julio 2008
Día 2 de julio

Comienzo el peregrinaje en Burgos, frente a la puerta de la ermita de San Amaro Peregrino. Hay fiesta medieval en Burgos. No hace demasiado calor, aunque son ya las 14:00. Tomo el camino por Villalvilla, Tardajos, Rabé de las calzadas, Alto del Páramo pasando por espectaculares verdes trigales hasta llegar a una pronunciada bajada de tierra y piedras que conduce directo hasta Hornillos del Camino donde pillo algo de vitualla. Me encuentro con algunos caminantes, muchos de ellos van también solos, a pié o en bicicleta. Visito la iglesia románica de San Román y continúo el camino hacia Hontanas en cuya entrada me encuentro una fuente de agua muy fría.

La mayoría de peregrinos que encuentro son extranjeros, alemanes, italianos, franceses. Españoles, de momento, pocos.
Voy camino de las ruinas del convento de San Antón. Se trata de una iglesia que debió ser enorme y que fue derruida, parece ser, debido al terremoto de Lisboa. Unos peregrinos que estan áquí acampados me cuentan que en el medievo dejaban a los peregrinos leprosos comida fuera de la iglesia para evitar el contagio y de hecho, el camino, suele circunvalar entorno a los pueblos por este motivo.

Sigo camino hacia Villarmentero de Campo donde visito San Martín de Tours, iglesia humilde, aunque con un imponente retablo. Una chica del lugar me ha estado hablando sobre las obras que estan restaurando y sobre la historia de la iglesia cuyo retablo, al parecer, fue construido por unos discípulos de Berruguete.
Llego a Carrión de los Condes, un pueblo grande y con mucho trasiego por estas fechas. Hay un mercadillo montado cerca de la iglesia. Sello en la oficina de turismo y sigo hacia Calzadilla de la Cueza donde descanso en un albergue con piscina. Como algo más abajo, en un restaurante para luego darme un chapuzón en la piscina después de una pequeña siesta.
Continúo el períplo directo a Sahagún. El recorrido hasta Sahagún ha sido más o menos llano, con fuerte viento de cara y un solazo importante. Desde que dejé calzadilla he recorrido hasta Sahagún 22 km. Son las 19:30 y en el día de hoy llevo 82 km recorridos. Me paro en un hostal de Sahagún y antes de acostarme doy una vuelta por el pueblo.

Es la catedral de España con más vidrieras y en ellas se representan distintos motivos históricos. Fue construida en memoria de la batalla de San Estevan de Gormaz, ganada a los moros. Félix me recomienda que visite el San Isidoro, se trata de un panteón regio donde descansan los reyes castellanos.
Me despido agradecido del amigo Félix, que me hizo la foto en la que aparezco más abajo, y me dispongo a ir rápido hacia el San Isidoro, pero llego demasiado tarde porque cierran a las 13:00 y son las 13:15.

A las 17:45 llego a Hospital de Órbigo. Quedan unos 28 km hasta Astorga, objetivo fijado para el día de hoy.
Camino más o menos llano con fuerte viento de cara, como siempre, y llego a Villares de Órbigo y llego a un puente romano de dieciocho ojos con un impresionante parque a ámbos lados del puente. Atravieso el puente de calzada de piedra, incomodísimo para ir en bici, y más con el cansancio que tráigo. A mano derecha hay una terraza donde tomo fuerzas y me aprieto un pedazo de bocata de jamon serrano con queso, gigantesco, con un tintito de verano, mu rico.

Día 5 de Julio
En el albergue he conocido a dos hermanas de Bilbao que van a pié, Isabel e Irune. Compramos unas bituayas para la cena y cenamos en la terraza del Albergue. Charlamos un rato y nos dormimos pronto para madrugar.

En la iglesia prerrománica de Sta María se oye un hilo musical con cantos gregorianos.
Son las 19:00 y amenaza lluvia, me despido de Dani y sus amigos y pretendo continuar hasta Samos, pero el camino se complica y se me hace demasiado tarde para seguir. Empieza a hacer bastante frío. Pasaba casi de largo por Biduedo, el pueblo con la capilla más pequeña del camino; San Pedro, cuando freno la bici justo en frente de una posada. Entro en la posada y parece que no hay nadie, pero finalmente me atiende una señora gallega quien me ofrece habitación por 24 euros. Un Señor muy amable, amigo de la familia que regenta la posada, me acompaña a la habitación donde se me permite incluso meter la bici. No hay huéspedes hoy y puedo elegir la habitación. La posada se llama Casa Xato y es una casona grande, es como si estuviera en mi casa, todo muy sencillo y acogedor, un lujazo.
En el día de hoy he completado 72 km y llevo desde Burgos unos 400 km.
Por si alguien está interesado en pasarse, la posada es Casa Xato, el teléfono 982187301; por mi parte lo recomiendo.





Al día siguiente tomo el autobus para Madrid a las 7:00. Me despierto a eso de las 5:45 y voy camino de la estación de autobuses. Todavía es de noche y las calles están mojadas y silenciosas, solo se ve algún bolinga divagar y se escucha el barrer de los escobones de los barrenderos. En la estación de autobuses empaqueto la bici para meterla en el portaequipajes y charlo con dos chavales que también son de Madrid y han realizado el trayecto desde Roncesvalles. Tendrán otra historia que contar.