domingo, 16 de noviembre de 2008

En honor de Gaspar Pérez de Villagrán, el soldado poeta

[Reproduzco a continuación la fantástica historia que nos cuenta C.F. Lummis sobre el gran héroe español Gaspar Pérez de Villagrán.
Esta historia enlaza con la entrada anterior.]

El soldado poeta

"Pero retrocedamos un poco. El joven oficial que dio aquel soberbio salto sobre el tajo de Acoma, que repuso la toza para hacer puente y salvó de este modo la vida a sus camaradas, e indirectamente a todos los españoles de Nuevo Méjico, fue el capitán Gaspar Pérez de Villagrán. Era muy culto, había obtenido el grado de bachiller en una Universidad española, era joven, ambicioso, valiente y un verdadero atleta. Fue un héroe entre los héroes del Nuevo Mundo, y un cronista al que mucho debe la historia. Los seis ejemplares existentes del pequeño y grueso volumen en pergamino que contiene su histórico poema de treinta y cuatro heroicos cantos, valen cada uno de ellos muchas veces su peso en oro. ¡Lástima grande que no haya habido un Villagrán para cada una de las campañas de los exploradores de América, que nos diese más detalles de aquellos sobrehumanos peligros y sufrimientos, pues la mayoría de cronistas de la época tratan de esos episodios tan brevemente como describiríamos un paseo de Nueva York a Brooklyn!

El salto del tajo no fue la única parte que tomó el capitán Villagrán en el sangriento combate de Acoma, en el invierno de 1598-99. Estuvo apunto de ser víctima de la primera matanza, en la que Juan de Zaldívar y sus hombres, perecieron, y se escapó de aquel lance sólo para sufrir penalidades tan terribles como la muerte.


En otoño de 1598, cuatro soldados desertaron del pequeño ejército de Oñate en San Gabriel y el gobernador envió a Villagrán con tres o cuatro soldados para arrestarlos. No sabemos lo que diría hoy un sheriff si le mandasen perseguir a cuatro malhechores en un recorrido de mil millas por un desierto como aquél y con una fuerza tan pequeña. Pero el capitán Villagrán siguió la pista de los desertores, y después de perseguirlos por más de novecientas millas, les alcanzó al sur de Chihuahua (Méjico). Los desertores hicieron una feroz resistencia. Dos fueron muertos por los soldados y dos se escaparon. Villagrán dejó allí su pequeña fuerza y desanduvo solo las peligrosas novecientas millas. Llegado al pueblo de Puaray, en la margen occidental del río grande, frente a Bernalillo, supo que su jefe Oñate acababa de marchar hacia el oeste, en su peligroso viaje a Moqui, el cual ya hemos descrito. Villagrán se volvió en el acto hacia el oeste saliendo solo para seguir y alcanzar a sus compatriotas. La pista era fácil de seguir, porque los españoles tenían los únicos caballos que había en lo que es hoy los Estados Unidos; pero aquel solitario caminante que la iba rastreando, se vio continuamente rodeado de peligros y sufrimientos. Llegó a la vista de Acoma justamente después de la matanza de Juan de Zaldivar y del tremendo salto de los cinco españoles. Los supervivientes ya se habían alejado de aquel sitio fatal, y cuando los habitantes vieron a un español que se acercaba solo, bajaron de su ciudadela roqueña para rodearle y darle muerte. Villagrán no tenía armas de fuego sino únicamente su espada, una daga y un escudo. Aun cuando ignoraba los terribles sucesos que acababan de ocurrir, le inspiró recelos la manera como los salvajes trataban de envolverle , y aun cuando su caballo renqueaba por efecto de su larga jornada, lo espoleó para ponerlo a galope y luchó, abriéndose paso por entre el círculo que iban estrechando los indios. Continuó su fuga hasta muy entrada la noche, describiendo un largo circuito, para no acercarse a la ciudad, y al fin, descendió, exhausto, de su también exhausto caballo, y se extendió a descansar sobre la dura tierra. Cuando despertó caía una gran nevada, y se encontró medio sepultado bajo la fría y blanca nieve. Montando de nuevo, avanzó en la oscuridad para alejarse todo lo posible de Acoma, antes de que lo denunciase la luz del día. De repente, caballo y jinete cayeron en un hondo pozo que los indios habían abierto para que sirviese de trampa, cubriéndolo con ramas y tierra. En la caída se mató el pobre caballo y Villagrán quedó maltrecho y aturdido. Por fin logró salir del pozo, con gran contento de su fiel perro, que estaba sentado aullando y tiritando al borde de aquel.


El soldado poeta habla muy tiernamente de aquel mudo compañero de su larga y peligrosa jornada, y es evidente que lo quería con un cariño que solo un hombre valiente pude profesar y un fiel perro merecer.
Emprendiendo de nuevo la marcha a pie, pronto perdió Villagrán el camino en aquel desierto sin huellas ni veredas. Durante cuatro días y cuatro noches anduvo errante, sin un bocado que comer y sin una gota de agua, pues ya se había derretido la nieve. Muchos hombres han hecho más largos ayunos entre iguales sufrimientos; pero solo los que han experimentado sed en tierras áridas, pueden tener una remota idea de lo que significa vivir noventa y seis días sin agua. Dos días de aquella sed suele ser fatal a muchos hombre fuertes, y es poco menos que milagroso que Villagrán pudiese resistirla cuatro días. Por fin, casi muriendo de sed, con la lengua seca e hinchada, y dura y áspera como una lima, saliéndole fuera de los dientes, se vio en la triste necesidad de matar a su fiel perro, lo cual hizo con lágrimas de varonil remordimiento. Llamando al pobre animal hacia sí, lo despachó con su espada y ansiosamente apuró la sangre caliente. Esto le dio fuerzas para arrastrarse un poco más, y cuando ya iba a dejarse caer en la arena para morir, divisó un pequeño hoyo en una gran roca, a poca distancia. Arrancándose débilmente hasta llegar allí, descubrió con júbilo que había quedado en la cavidad un poco de agua de nieve. Esparcidos alrededor había unos cuantos granos de maíz, que le parecieron llovidos del cielo, y los devoró famélicamente.


Había abandonado ya toda esperanza de alcanzar a su jefe, y decidió retroceder y andar las terribles doscientas millas que le separaban de San Gabriel. Pero ya no podía su cuerpo obedecer por más tiempo a su heroico espíritu, y hubiera perecido miserablemente junto al pequeño tanque de la roca, a no ser por una extraña casualidad.


Mientras estaba allí tendido, sin ánimo y sin fuerzas, oyó súbitamente voces que se acercaban. Supuso que los indios habían rastreado su pista, y se dio, por perdido, porque se sentía demasiado débil para luchar. Pero al fin llegaron a su oído acentos españoles, y aun cuando eran voces ásperas y broncas de soldados, con toda seguridad debieron parecerle los sonidos más dulces del mundo. Sucedió que la noche anterior, algunos de los caballos del campamento de Oñate se habían extraviado, y un pelotón de soldados salió en busca de ellos. Siguiendo sus huellas, llegaron cerca del sitio donde el capitán Villagrán se hallaba tendido. Por fortuna le vieron, pues el no podía ni gritar ni correr tras ellos. Con sumo cuidado levantaron al oficial herido y lo llevaron al campamento, y allí, con los solícitos cuidados de hombres barbudos, recuperó lentamente sus fuerzas y con el tiempo volvió a ser el osado atleta de otros tiempos. Acompañó a Oñate en su larga marcha por el desierto, y pocos meses después estuvo presente en el asalto de Acoma y realizó la pasmosa proeza que se cita como una de las heroicidades más notables de la historia del Nuevo Mundo."

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