domingo, 16 de noviembre de 2008

Los exploradores españoles del siglo XVI - I

[Reproduzco a continuación la primera parte de otro texto del libro de Lummis Los exploradores españoles del siglo XVI perteneciente al capítulo: Los primeros caminantes de América. Cuenta, en dos partes, una de las más impresionantes batallas en el Nuevo Mundo.]


La guerra de la roca


"Algunos de los heroísmos y penalidades más característicos de los exploradores en nuestro dominio, ocurrieron alrededor de la asombrosa roca Acoma, la extraña ciudad empinada de los pueblos Queres. Todas las ciudades de los indios pueblos estaban construidas en sitios fortificados por la Naturaleza, lo cual era necesario en aquellos tiempos, puesto que estaban rodeadas por hordas, muy superiores en número, de los guerreros más terribles de que nos habla la historia; pero Acoma era la más segura de todas. En medio de un largo valle de cuatro millas de ancho, bordeado por precipicios casi inaccesibles, se levanta una elevada roca que remata en una meseta de sesenta acres de superficie (40,47 áreas), y cuyos lados que tienen trescientos cincuenta y siente pies ingleses de altura, no solo son perpendiculares, sino que en algunos puntos se inclinan hacia delante. En su cumbre se alzaba – y se alza todavía – la vertiginosa ciudad de Queres.

Las pocas sendas que conducen a la cima, y en las que un paso en falso puede precipitar a la víctima a una muerte horrible, despeñándola desde una altura de centenares de metros, bordean abruptas y peligrosas hendeduras, desde cuya parte superior un hombre resuelto, sin otras armas que piedras, podría casi tener a raya a todo un ejército.


La primera vez que los europeos supieron de esa ciudad aérea fue en 1539, cuando Fray Marcos, descubridor de Nuevo Méjico, la gente de Cibola le habló de la gran fortaleza roqueña de Hákuque, nombre que ellos daban a Acoma, y que sus habitantes llamaban Ahako. Al año siguiente, Coronado la visitó con su pequeño ejército y nos ha dejado un exacto relato de sus maravillas. Esos primeros europeos fueron allí bien recibidos, y los supersticiosos habitantes, que nunca habían visto una barba, ni la cara de un hombre blanco, tomaron a los extranjeros por dioses. Pero hasta medio siglo después , no trataron los españoles de establecerse allí.


Cuando Oñate entró en Nuevo Méjico, en 1598, no encontró de momento oposición alguna, porque su fuerza de cuatrocientos hombres, incluso doscientos armados, era bastante para atemorizar a los indios. Estos eran, naturalmente, hostiles a los invasores de su dominio; pero, viendo que los extranjeros les trataban bien, y temerosos de hacer guerra abierta a aquellos hombres que llevaban trajes duros y mataban de lejos con sus bastones de trueno, los pueblos esperaron ver el resultado de la invasión.


Las tribus de los Queres, Tigua y Jemez se sometieron formalmente al régimen español e hicieron juramento de alianza a la corona por medio de sus representantes reunidos en la población de Guipuy (que ahora se llama Santo Domingo); los mismo hicieron los Tanos, Picuries, Tehuas y Taos, en una conferencia parecida, que celebraron en la población de San Juan, en septiembre de 1598. Al ver su fácil sumisión, Oñate sintió grandes alientos, y decidió visitar personalmente todos los pueblos principales, para hacerlos más seguros súbditos de su soberano.


Había ya fundado la primera ciudad de Nuevo Méjico y la segunda en los Estados Unidos, San Gabriel de los Españoles, donde hoy está Chamita. Ántes de salir a esa peligrosa jornada, despachó a Juan de Zaldívar, su edecán, con cincuenta hombres, a explorar las vastas y desconocidas llanuras que quedaban hacia oriente, para después seguir él por el mismo camino.


Oñate, con una reducida fuerza, salió de la pequeña y solitaria colonia española, que estaba a más de mil millas de distancia de toda ciudad de hombres civilizados, el 6 de octubre de 1598. Primero se dirigió a los pueblos de las grandes llanuras de los lagos salados, al este de las montañas Manzano, sedienta jornada de más de doscientas millas. Volviendo después al pueblo de Puaray (opuesto al que hoy se llama Bernalillo) se desvió hacia el oeste. El 27 del mismo mes acampó al pie de los altos acantilados de Acoma. Los principales de la ciudad bajaron desde lo alto de la roca, y solemnemente juraron alianza a la corona de España. Se les advirtió la gran importancia y significación del paso que acababan de dar, y que si violaban sujuramento serían considerados y tratados como reveldes a Su Majestad; pero ellos se comprometieron a ser fieles vasallos. Trataron a los españoles muy amistosamente, y varias veces invitaron al jefe y a sus hombres a visitar la empinada ciudad. En realidad habían tenido espías en las conferencias celebradas en SantoDomingo y San Juan, y decidieron que el hmbre más peligroso entre los invasores era el mismo Oñate. Si podían matarle a él, creían que los demás extranjeros blancos serían fácilemente derrotados.


Pero Oñate nada sabía de su proyectada traición, y al día siguiente él y su puñado de hombres, dejando solo una guardia con los caballos, treparon por una de las peligrosas "escaleras" de piedra, y se hallaron en Acoma. Los oficiosos indios los condujeron acá y acullá, mostrándoles las extrañas casas de varios pisos de altura y con varias terrazas, los grandes estanques labrados en la roca y el vertiginoso borde del precipicio que por todas partes rodeaba aquella ciudad, semejante a un nido de águila. Finalmente condujeron a los españoles a un sitio en que había una larga escalera de mano, cuyo extremo superior pasaba por una trampa situada en el techo de una gran casa, que era la estufa o sea la sagrada cámara del concejo. Los visitantes subieron al techo por una escalera más pequeña, y los indios trataron de que Oñate bajase por la trampa. Pero el gobernador español, observando que en el aposento de abajo reinaba la obscuridad y sintiéndose de momento receloso, rehusó bajar; y como estaba rodeado de soldados, los indios no insistireron. Después de una corta visita a la población, los españoles bajaron de la roca a su campamento, y desde allí prosiguieron su larga y peligrosa jornada a Monqui y Zuñi. Aquel repentino rasgo de prudencia en la mente de Oñate salvó la historia de Nuevo Méjico, porque en aquela estufa se hallaban apostados algunos guerreros armados. Si hubiese entrado en la cámara, lo hubieran asesinado en el acto; y su muerte hubiera sido la señal para un ataque a los españoles, los que hubieran perecido en aquella lucha desigual.


Volviendo de su viaje de exploración por aquellas desiertas y mortíferas llanuras, Juan de Zaldívar salió de San Gabriel el 18 de Noviembre, para seguir a su jefe. Solo tenía treita hombres. Llegando al pie de la ciudad empinada el día 4 de diciembre, fue muy bien acogido por los acomas, quienes le invitaron a subir y visitar la ciudad. Era Juan tan bueno como valiente soldado, y conocía las estratagemas de guerra de los indios; pero por la primera vez en su vida y fue la última, se dejó engañar.


Dejando la mitad de sus fuerzas al pie del risco para guardar el campamento y los caballos, subió con dieciséis hombres. Había en la ciudad tantas maravillas; era la gente tan cordial, que los visitantes pronto olvidaron toda sospecha que pudieran abrigar, y gradualmente fueron dispersándose aquí y allá para ver las cosas más notables. No esperaban sino esto los habitantes, y cuando el jefe de los guerreros lanzó su grito de guerra, hombres, mujeres y niños cogieron piedras y mazas, arcos y cuchillos de pedernal, y cayeron con furia sobre los dispersos españoles. Fue una horrenda y desigual lucha la que contempló el sol de invierno aquella triste tarde en la ciudad empinada. Aquí y allá, de espalda a la pared de una de aquellas extrañas casas, veáse un soldado de faz lívida, desarrapado, cubierto de sangre, blandiendo su pesado mosquete como si fuese una maza, o dando tajos desesperados co una espada ineficaz contra la tostada y famélica canalla que le rodeaba, mientras llovían piedras sobre su calada visera y por todas partes recibían golpes de clavas y pedernales. No había ningún cobarde en aquella malhadada cuadrilla; vendieron caras sus vidas; delante de cada cual había tendido un montón de cadáveres. Pero uno a uno, aquella ola de rugientes bárbaros ahogaba a cada tremendo y silencioso luchador, y se desviaba para ir a hendir el mortífero aluvión que envolvía a otro. El mismo Zaldivar fué una de las primeras víctimas, y en aquel desigual combate murieron otros dos oficiales, seis soldados y dos sirvientes.


Los cinco que sobrevivieron – Juan Tabaro, que era alguacil mayor y cuatro soldados – pudieron por fin juntarse, y con sobrehumano esfuerzo, luchando y sangrando por varias heridas, se abrieron paso hasta el borde del precipicio. Pero sus salvajes enemigos los perseguían, y sintiendose demasiado débiles para seguir matando hasta llegar a una de las escaleras del risco, en el paroxismo de su desesperación, los cinco se arrojaron desde aquella tremenda altura.
No hay memoria de otro salto tan terrible como el que dieron Tabaro y sus cuatro compañeros. Aún suponiendo que hubiesen tenido la suerte de llegar hasta el borde más bajo de aquel risco, la altura no pudo ser de menos de ¡ciento cincuenta pies ingleses! y, sin embargo, solo uno de los cinco se mató en tan inconcebible caída: los cuatro restantes, atendidos por sus aterrorizados compañeros del campamento, finalmente se repusieron.


Esto parecía increíble si no estuviese completamente comprobado por pruebas históricas. Es probable que cayesen sobre uno de los montones de blanca arena que el viento había arremolinado en algunos sitios al pie del risco.
Afortunadamente los indios victoriosos no atacaron el pequeño campamento. Los supervivientes tenían aún sus caballos, animales desconocidos de los indígenas a quien infundían pavor. Durante algunos días los catorce soldados y sus cuatro semimuertos compañeros, acamparon bajo el saliente costado del risco, donde estaban a salvo de toda clase de proyectiles que pudiesen arrojarles desde arriba, pero esperando a cada momento ser atacados por los naturales. Tenían la seguridad de que la matanza de sus camaradas no era más que el preludio de un levantamiento general de los veinticinco o treintamil indios Pueblos, y sin reparar en el peligro que corrían, decidieron por fin dividirse en pequeños grupos y separarse; unos para seguir a su jefe en su jornada hasta Moqui y avisarle del peligro que le amenazaba; y otros para cruzar a toda prisa centenares de áridas millas hasta llegar a San Gabriel y defender a las mujeres y a los niños que allí había y a los misioneros que se habían esparcido entre los indios.


Este plan de abnegación se realizó felizmente. Los pequeños grupos de tres y de cuatro llevaron la noticia a sus compatriotas, y a fines del año1598 todos los españoles supervivientes en Nuevo Méjico se pusieron a salvo en la aldea de San Gabriel. Estaba la población construida al modo indio, esto es, en forma cuadrada, y en la plaza central se habían colocado los rudos pedreros – especies de obuses que lanzaban balas de piedras -, los cuales defendían las puertas. Sobre las azoteas de las casas de adobe, de tres pisos, las valerosas mujeres vigilaban de día, y los hombres, con sus pesados mosquetes, montaban las guardias en las noches de invierno, para prevenirse contra el esperado ataque. Pero los pueblos quedaron sobre las armas. Esperaban ver lo que Oñate haría con Acoma, antes de tomar medida alguna contra los extranjeros. Oñate se encontró en un difícil dilema.


No se necesita saber ni la mitad de lo que sabía aquel español, ya encanecido y sosegado, acerca del carácter de los indios, para comprender que debía castigar sumariamente a los rebeldes por la matanza de sus hombres, o abandonar para siempre su colonia y Nuevo Méjico. Si semejante atropello quedase sin castigo, los osados Pueblos no dejarían con vida a ningún español. Por otra parte, ¿cómo podría él llegar a conquistar aquella inexpugnable fortaleza de roca ? Tenía menos de doscientos hombres, y solo podía destinar parte de estos para la campaña, pues de lo contrario, los otros pueblos, en su ausencia, se levantarían y aniquilarían a San Gabriel y sus habitantes. En Acoma había trescientos guerreros bien contados, secundados además por no menos de cien navajos.


Pero no existía otra alternativa. Cuanto más lo pensaba y consultaba con sus oficiales, más claro veía que la única salvación estaba en tomar aquel Gibraltar de Queres, y resolvió llevar a cabo el proyecto. Oñate deseaba dirigir en persona tan atrevida empresa; pero había uno que tenía más derecho al desesperado honor que el capitán general, y ese era el olvidado héroe Vicente de Zaldivar, hermano del asesinado Juan. Era sargento mayor de aquel pequeño ejército, y cuando se presentó a Oñate y pidió que se le diese el mando de la expedición contra Acoma, no hubo medio de rehusarle.


El 12 de Enero de 1599 Vicente de Zaldivar salió de San Gabriel a la cabeza de setenta hombres. Sólo unos cuantos de ellos iban armados con sus toscos mosquetes de la época; la mayoría no eran arcabuceros, sino piqueros, armados unicamente con lanzas y espadas, y llevaban chaquetas acolchadas o mallas batidas. Un pequeño pedrero, amarrado sobre el lomo de un caballo, era su única <<>>.
Silenciosa y denodadamente la pequeña fuerza emprendió la árdua jornada. Todos conocían la inexpugnable roca, y pocos acariciaban la esperanza de volver de aquella misión desesperada; pero a nadie se le ocurrió la idea de retroceder. La tarde del onceno día, la fatigada tropa pasó la última meseta y llegó a la vista de Acoma. Los indios, avisados por sus centinelas, estaban prontos a recibirla. Toda la población, con los aliados navajos, hallábase en armas en las azoteas y en los riscos estratégicos. Indígenas desnudos, pintados de negro, santaban de grieta en grieta, aullando, desafiando y vomitando insultos contra los españoles. Los exorcistas grotescamente disfrazados, estaban en pináculos prominentes, tocando sus tambores y lanzando maldiciones y exorcismos a los vientos, y todo el populacho se unía al coro de rugidos y amenazas.


Zaldívar hizo alto con su pequeña partida al pie del risco, acercándose cuanto pudo hacerlo sin peligro. El indispensable heraldo salió de las filas y después de un toque de tromperta, procedió a leer a voz en cuello la formal intimación a rendirse en nombre del rey de España. Por tres veces vociferó aquella intimación; pero cada vez apagaron su voz los gritos y aullidos de los enfurecidos indígenas, y una lluvia de piedras y flechas cayó en peligrosa proximidad. Zaldívar deseaba conseguir la rendición de la plaza, pedir que se le entregasen los cabecillas de la matanza y llevárselos a San Gabriel, para que fueran oficialmente procesados y castigados sin causar daños a los demás habitantes de Acoma; pero los indios, viéndose seguros en su natural fortaleza, se burlaban del misericordioso llamamiento. Era evidente la necesidad de tomar Acoma por asalto. Los españoles acamparon sobre la arena, y haciendo lúgbres planes para el día siguiente, pasaron allí la noche, que hizo más horrenda la baraúnda de la monstruosa danza de guerra que celebraban los habitantes de la ciudad."

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