domingo, 16 de noviembre de 2008

Los exploradores españoles del siglo XVI - El más intrépido caminante

Reproduzco a continuación el siguiente texto del libro de Lummis Los exploradores españoles del siglo XVI perteneciente al capítulo: Los primeros caminantes de América.

El más intrépido caminante

"El estudiante más familiarizado con la historia, se queda atónito a cada paso ante el relato de las jornadas de los exploradores españoles. Aun cuando no hubiesen hecho otra cosa en el Nuevo Mundo, sus largas marchas por sí solas serían suficientes para darles fama. En ninguna otra parte se ha sabido jamás de tantos y tan largos viajes por semejantes desiertos. Para comprender esas jornadas de millares de millas, que hacían aquellos héroes, ya solos o en pequeñas partidas, tiene uno que conocer el país que atravesaron y saber algo de los tiempos en que esos hechos se llevaron acabo.

Los cronistas españoles de aquél tiempo no insisten al hablar de las dificultades y peligros que encontraban: es lástima que, siquiera por vanagloria, no se extendieran en el relato de aquellos obstáculos. Pero por lacónicas que sean las narraciones sobre tales puntos, despréndese de ellas que encontraron grandes obstáculos y tuvieron que vencerlos; y aún hoy día, después que tres centurias y media han hecho más habitable aquel desierto que cubría medio mundo; que han domeñado a sus naturales; que lo han llenado de cómodas estaciones; que lo han cruzado con fáciles caminos y le han quitado el noventa por ciento de sus terrores, encontraríanse pocos hombres lo bastante atrevidos para emprender las tremendas jornadas que aquellos bravos héroes consideraban como tareas diarias.


El único hecho casi comparable con las caminatas de los españoles por el Nuevo Mundo, es la historia de los argonautas de California, en 1849, los cuales atravesaron las extensas llanuras con el más notable movimiento de población que refiere la historia; pero aun ese incidente fue mezquino en cuanto a superficie, penalidades, peligros y fortaleza, comparado con los viajes de los exploradores españoles.


Las jornadas de mil millas a través de los desiertos o de las más fatales todavía selvas tropicales, fueron demasiado numerosas para ni siquiera catalogarlas. Una cosa es seguir una senda, y otra penetrar en un páramo sin senda alguna. Una cosa es ir en larga caravana de carromatos bien armados, y otra muy distinta marchar en pequeñas partidas, a pie o en pencos cansados. Una jornada desde un punto conocido a otro conocido también – ambos dentro del mundo civilizado, aun cuando entre los dos se extiendan tierras desiertas, - es muy distinta de una jornada que se emprende desde un punto, a través de tierras ignotas, a otro punto ignorado, siendo la salida, el trayecto y el término cosas del azar y la ventura, sin guías ni jalones que marquen el camino. Lejos de mí la idea de rebajar el heroísmo de nuestros argonautas. Dejaron en la historia una página de la que puede estar orgulloso cualquier pueblo; pero no llegaron nunca a igualar las proezas de similares héroes de otra nacionalidad y de otra época.


El recorrido de Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, el primer caminante de Norteamérica, quedó eclipsado por la proeza del infeliz y olvidado soldado Andrés Docampo. Cabeza de Vaca anduvo mucho mas de diez mil millas; pero Docampo pasó de veinte mil, y sufriendo igualmente terribles penalidades. Las exploraciones de Cabeza fueron mucho más valiosas para el mundo; no obstante, ninguno de los dos salió con intenciones de explorar. Pero Docampo hizo su terrible marcha a pie, voluntariamente y con un fin heroico que tuvo a la postre un enorme resultado; mientras que la empresa de Cabeza fue simplemente el heroísmo de un hombre muy singular para librarse de la desgracia. Las andanzas de Docampo duraron nueve años; y aun cuando no dejó libro alguno relatando sus observaciones, como lo hizo Cabeza, el esqueleto de su historia que nos ha quedado es sumamente sugestivo y característico de aquella época, y refiere otros heroísmos, además del de aquel bravo soldado.


Cuando Coronado fue por primera vez a Nuevo Méjico, en 1540, llevó cuatro misioneros con su pequeño ejército. Fray Marcos pronto volvió a Méjico desde Zuñi por causa de sus dolencias, Fray Juan de la Cruz emprendió con empeño su obra de misionero entre los indios pueblos; y cuando Coronado y su partida abandonaron el territorio, insistió en quedarse en sus atezados catecúmenos de Tiguex (Bernalillo). Era ya muy viejo y estaba seguro de que su ida se acabaría en cuanto se fuesen sus paisanos, y, en efecto, así aconteció. Fue asesinado por los indios sobre el 25 de noviembre de 1542.


El hermano lego Fray Luis Descalona, también muy anciano, escogió como parroquia el pueblo de Tshiquite (Pecos) y se quedó allí después que se fueran los españoles. Construyóse una pequeña choza fuera de la gran ciudad fortificada de los indios, y allí enseñaba a los que querían oirle, y cuidaba un pequeño rebaño de carneros, resto de los que llevara Coronado y que fueron los primeros que entraron en los actuales Estados Unidos. Los indios llegaron a quererle sinceramente, excepto los exorcistas, que lo odiaban por su influencia; por fin estos lo asesinaron y se comieron los carneros.


Fray Juan de Padilla, el más joven de los cuatro misioneros y el primero que sufrió el martirio en tierra de Kansas, era natural de Andalucía y hombre de gran energía, tanto física como mental. Tampoco hizo mal papel como andariego, y nuestros andarines profesionales quedarían estupefactos si tuvieran que recorrer por el desieto los millares de millas que recorrió aquel incansable apóstol de los indios en el desierto sudoeste.


Había desempeñado muy importantes cargos en Méjico, pero abandonó gustoso sus honores para convertirse en un pobre misionero entre los salvajes del ignoto norte.


Habiendo acompañado la partida de Coronado desde Méjico a las siete ciudades de Cibola, a través de los desiertos, Fray Padilla se traslado a Moqui con Pedro de Tobar y su partida de veinte hombres, para recorrer otras mil millas. Fue en esa expedición, uno de los primeros que pudieron contemplar la elevada ciudad de Acoma, el rio grande dentro de lo que es hoy Nuevo Méjico y el gran pueblo de Pecos.


En la primavera de 1541, cuando un puñado de hombres se había reunido en Bernalillo, y Coronado salió en busca del fatal mito áureo de Quivira, Fray Padilla le acompañó. En esa marcha de ciento cuatro días por las áridas llanuras, antes de llegar a las Quiviras, al nordeste de Kansas, sufrieron los exploradores muchas torturas por falta de agua y a veces de alimento. El traicionero guia que llevaban les engañó, y anduvieron errabundos mucho tiempo en un círculo, cubriendo una larga distancia, probablemente de más de mil quinientas millas. Los expedicionarios iban a caballo, pero en aquellos días los humildes padres iban a pie. No hallando más que contrariedades, los exploradores retrocedieron hacia Bernalillo, aunque por un camino más corto, y Fray Padilla fue con ellos.


Pero ya el héroe había determinado que su campo de acción debía estar entre aquellos indios, sioux y otros hostiles, errantes y que convivían con los búfalos en las llanuras; así es que cuando los españoles evacuaron Nuevo Méjico, él se quedó. Con el estaba el soldado Andrés Docampo, dos jóvenes mejicanos de Michoacán, Lucas y Sebastián, llamados los Donados, y unos cuantos jóvenes idios mejicanos. En el otoño de 1542, esa pequeña partida salió de Bernalillo para emprender una marcha de mil millas. Andrés era el único que iba montado; el misionero y los jóvenes indios marchaban penosamente a pie por aquel desierto arenoso. Pasaron por la población de Pecos; de allí atravesaronun rincón de lo que es hoy Colorado y el gran estado de Kansas en casi toda su longitud. Por fin, después de una larga y fatigosa marcha, llegaron a las aldeas de los indios quiviras, donde hayaron albergue provisional. Coronado había plantado una cruz de gran tamaño en una de esas aldeas y allí estableció su misión Fray Padilla. Con el tiempo los indios hostiles fueron deponiendo su recelo y "le amaron como a un padre".
Por último decidió trasladarse a otra tribu nómada, donde parecía que era más necesaria su presencia. Fue un paso muy peligroso; porque no tan solo podían aquellos desconocidos recibirle con intención homicida, sino que corría igual riesgo al abandonar su presente rebaño. Los indios, supersticiosos, no se avenían a perder a tan exorcista como creían que era Fray Juan, y menos a que sus enemigos se aprovechasen de sus servicios, pues todas aquellas tribus errantes se hacían la guerra unas a otras. No obstante Fray Padilla resolvió a irse, y se fue con su pequeño cortejo. A un día de jornada de las aldeas de los quiviras, tropezaron con una partida de indios en son de guerra. Al verles acercarse, el buen padre pensó, ante todo, e salvar a sus compañeros. Andrés tenía aún su caballo, y los muchachos eran veloces corredores.

<< - ¡Huíd hijos míos! – gritó Fray Juan. – Salvaos, porque no podéis ayudarme y nada ganaríamos con morir todos juntos. ¡Corred! >>.
Al principio rehusaron; pero el misionero insistió, y como nada podían contra los indígenas, por fin obedecieron y apelaron a la fuga. Esto, a primera vista, no parece muy heróico; pero les disculpa la consideración de lo que eran aquellos tiempos. No tan solo era gente humilde, acostumbrada a obedecer a los buenos padres, sino que había otro y más poderoso motivo para que procediesen como lo hicieron. En aquellos días de fervorosa fe, se consideraba el martirio no solamente como un heroísmo, sino como una profecía: creíase que indicaba nuevos triunfos para el cristianismo, y era un deber llevar la noticia y propagarla por el mundo. Si ellos se hubiesen quedado y hubiesen perecido con el padre – y a buen seguro que sus fieles secuaces no lo temían físicamente, - la lección y la gloria de su martirio se hubiesen perdido para la humanidad.

Fray Juan se arrodilló en la vasta lanura y encomendó su alma a Dios; y mientras oraba, los indios le atravesaron con sus flechas. Cavaron luego una fosa y echaron el cadáver del primer mártir de Kansas, colocando en aquel sitio un gran montón de tierra. Esto ocurrió en el año 1542.

Andrés Docampo y los muchachos pudieron escapar entonces; pero no tardaron en caer prisioneros de otros indios, que los tuvieron diez meses como esclavos. Les pegaban y mataban de hambre, obligándoles a hacer las labores más pesadas y más viles. Por fin, después de trazar muchos planes y de varias tentativas infructuosas, lograron escapar de sus bárbaros amos. Luego anduvieron a pié y errantes durante ocho años, solos y sin armas, de un lado para otro, en aquellas llanuras secas e inhospitalarias, sufriendo increíbles privaciones y peligros. Por último, después de aquellos millares de millas que lastimaron sus pies, todavía anduviero hasta la ciudad mejicana de Tampico, situada en el gran golfo. Fueron allí recibidos como muertos resucitados. No conocemos los detalles de tan horrenda e incomparable jornada; pero está comprobado en la historia. Durante nueve años, aquellos infelices fueron recorriendo los desiertos a pie y dando mil vueltas, empezando al nordeste de Kansas para ir a terminar al sur de Méjico.

Sebastián murió poco después de su llegada al estado mejicano de Culiacán; las penalidades del viaje habían sido demasiado excesivas aún para un cuerpo tan joven y fuerte como el suyo. Su hermano Lucas se hizo misionero entre los indios de Zacatecas y continuó su trabajo entre ellos durante muchos años, muriendo al fin a una edad muy avanzada. En cuanto al valiente soldado Docampo, poco después de haber vuelto al mundo civilizado, desapareció, sin que se supiese más de él. Tal vez se llegue a descubrir algunos antiguos documentos españoles que arrojen alguna luz sobre el resto de su vida y la suerte que le cupo."

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